Toda mi vida he vivido en la Zona Metropolitana de Monterrey, y a lo largo de estos años me he sentido orgulloso de ser parte de una sociedad trabajadora, cálida y emprendedora, pero también, apática de lo que nos afecta colectivamente, sobre todo cuando de temas políticos y gubernamentales se trata.
Las manifestaciones que se celebraron la tarde de este 5 de enero son sin duda un orgullo para nuestra ciudad, y antes de que me juzguen, permítanme hacer la aclaración, mis estimados y ficticios lectores, que hablo yo de los miles de ciudadanos que pacíficamente salieron a las calles a expresar su enojo por la situación crítica que atraviesa el país y nuestro estado.
Como muy pocas veces se ha visto en Monterrey, jóvenes, mujeres, familias salieron de diferentes puntos de la metrópoli con el objetivo claro de decirle al Gobierno que no somos agachones ni apáticos. Ellos, los que salieron, y a quienes doy públicamente las gracias, alzaron la voz a nombre de todos los que no pudimos (o quisimos) salir.
Sin embargo, y como se va volviendo costumbre en este tipo de manifestaciones en México, la titularidad periodística que la ciudadanía en pleno se había ganado por sus actos, se vio opacada por el vandalismo, por la delincuencia, por la falta de cerebro de unos pocos que aprovecharon la causa legítima y válida para robar tiendas, volcar vehículos de medios de comunicación e incluso, agredir a otros ciudadanos.
No quiero centrar mi texto en ellos, porque eso es lo que pretenden lograr quienes lo hicieron, y me refiero a ellos como ciudadanos no organizados porque les confiero el beneficio de la duda de que no fueron porros enviados por huestes con objetivos ocultos, con un trasfondo político.
La tarde del jueves fue, ante todo, un triunfo ciudadano, una bofetada con guante blanco a todos los que piensan que marchar es de chilangos, de huevones, de mantenidos. Me enorgullece diferir de ese pensamiento, porque las marchas son de ciudadanos y ya es momento de entenderlo.
Uno de mis mejores amigos, Andrés Zatarain, asistió a la marcha que partió del Estadio Universitario con rumbo a la Macroplaza. Me contó él, de viva voz, que la congregación de personas era pacífica, que hubo incluso quienes iban de blanco y limitaron su protesta a gritar consignas contra el Gobierno Estatal y Federal.
Y se vivía paz en la Explanada de los Héroes, hasta que unos vándalos, que llegaron en bloque, se abalanzaron contra el centenario Palacio de Cantera y empezaron a atacar los murales de este emblema histórico y político de la entidad. Y en minutos, el monumento mandado construir en los albores del siglo XX por Don Bernardo Reyes veía como las intenciones desviadas de estos delincuentes mancillaban sus vitrales, al tiempo que el resto de los presentes, insisto en que eran la gran mayoría, gritaban «ese no es el pueblo», «el pueblo no se va» abucheando a quienes destrozaban la sede del ejecutivo.
Soy un amante de la historia mexicana, y realmente me enoja ver las imágenes de un tipo que con una patineta destruye el retrato de Juan Zuazua, benemérito de la entidad, o los otros que con un bote de basura han dejado irreconocible la figura del General Escobedo, ambos retratos en el frontispicio de Palacio.
Amigos y familiares me han preguntado mi opinión, y sencillamente aún no sé qué pensar de todo lo que está viviendo el país. Estoy viendo cosas que nunca había vivido, y tengo miedo en que todo termine en un «equis, es México, al rato se nos olvida o nos acostumbramos», porque ese pensamiento nos aleja cada vez más del primer mundo.
Entre tantas ideas que tengo en mente, solo puedo concretar en que la sociedad está harta de lo que pasa, y los políticos, sin importar partido, no están sabiendo responder a esa frustración popular.
No hay forma de cerrar este texto, puesto que pienso que este movimiento, si es que se consolida como tal, apenas está empezando. Al tiempo…
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